La visión ingenua que se nos inoculó en el sistema educativo desde una edad temprana y se nos repite constantemente desde los medios, es que vivimos en una democracia. Que somos «dueños de nuestro destino» porque cada determinado tiempo concurrimos a unas urnas a emitir un voto.
Queda por fuera del objeto de este artículo profundizar sobre por qué no es tan así, pero nos centraremos en particular en el rol geopolítico de esta insistencia de quienes manejan las instituciones en responsabilizarnos a nosotros de las acciones de gobiernos sobre los que, especialmente en comparación con el FMI o la Fundación Rockefeller , por dar un par de ejemplos del aparato institucional al que Curtis Yarvin llama «la catedral», no ostentamos poder alguno.
Las idas y vueltas, los dimes y diretes, los tejes y manejes de la democracia, y su última iteración, «la batalla cultural» en las redes sociales, proveen al sujeto de una conveniente simulación orquestada que lo mantiene suspendido en una ilusión de estar participando de la definición del destino de su nación, cuando la existencia misma de esa pugna tiene como objeto garantizar un resultado predeterminado.
Inmersos en este simulacro, nos es prácticamente imposible tomar conciencia como ciudadanía de nuestro sometimiento frente al poder global que decide unilateralmente sobre cuáles serán las leyes y quiénes los magistrados que regirán sobre nuestras vidas y esta toma de conciencia del sometimiento es un requisito ineludible para la voluntad de liberación.